Hay días enteros en los que no hablo, en los que te vas temprano y me dejas en la cama, semidormida o semidespierta.
Esos días llego al trabajo y no hay nadie, o sí, está el grabador de audio, que se concentra en esperar las respuestas al correo de una novia lejana.
En el Facebook las notificaciones son miles y decido no abrir ninguna, antes de elegir a cuáles dar click. Los mensajes son menos, y se pueden leer en el resumen, sin abrirlos, sin alertar a los que lo enviaron de que los leí.
Redacto las notas refritas de los sitios de siempre, y mientras me detengo a leer los comentarios de siempre, se asoman y me preguntan si quiero café. Digo no con la cabeza.
Me pongo a pensar en el café como tema para miles de poetas, de escritores de blogs, de románticos reales y falsos, de personas que fingen amarlo, y de personas que no pueden vivir sin él. El café como excusa para entablar conversaciones, para tener sexo, para acercarte a alguien, para verse de cerca, para fumar, para reunirse, para huir.
Y yo, sin poder usarlo de justificación, porque no tomo y porque no lo amo; a riesgo de que me miren con asombro, o con desprecio, de que, a veces, no siempre, al decir “no” al café, me destierren del mundo de los cool, de los “ellos si”, de los poetas.
Me sacudo las divagaciones y sigo buscando notas para un noticiero que nadie escucha, mientras el aire acondicionado viejo pone el único sonido ambiente. A esta hora de tanto sol creo que no hay ni tráfico en 23. Si hay alguien afuera, las cortinas oscuras de alguna extraña forma están impidiendo que llegue el ruido.
Escucho también en silencio las grabaciones, no edito ninguna, hoy no es necesario. No interactúo con el grabador, él mismo, sin que yo le pregunte, me dice el tiempo total.
Imprimo las tres copias, las dejo en el buró de la cabina de transmisiones (no hay nadie, han salido a comprar dulces), y regreso a mi computadora. Ya se fue mi compañero silencioso.
Me siento, escribo un post sobre el silencio, mientras hablo conmigo misma, en un intento un poco tonto de escuchar voces, aunque sea en mi cabeza (eso no suena bien, pero no lo reescribo, no es necesario, nadie me lee).
Cuando el post acaba, me quedo tranquila, en silencio, esperando que suene el teléfono. Deseo con todas mis fuerzas que caiga la noche, que sea la hora de dormir, que no llegue la comida compartida, porque en días así seguro será silenciosa.
Quizás mañana estén todos más habladores. Quizás mañana ya no me sienta tan sola.