Yo sueño todos los días. No se si eso se debe a que duermo mucho, pero yo nunca podré decir como otras personas: “raramente sueño”, porque es todo lo contrario.
Muchos días me despierto cansada de correr, de hablar, de no parar de pensar. Y la mayoría de las veces recuerdo los sueños, sobre todo si fueron pesadillas, o si eran amables, pero se estaban tornando tenebrosos.
Recuerdo, por ejemplo, mis pesadillas de la niñez. Una vez soñé que un tiburón blanco de papel me perseguía hasta la copa de la mata de aguacates que había en el patio de mi casa de la calle 16. Yo viví en esa calle hasta los 5 años, así que era muy pequeña cuando tuve la pesadilla, y los tiburones de los dibujos animados me parecían terribles. Aún hoy recuerdo la escena y me asusto, aunque no me animo mucho a contar ese sueño porque suena bastante gracioso: me perseguía una silueta de papel.
También recuerdo una vez que me quedé con mi padre en el Parque Nacional La Güira y recorrimos un lugar parecido a un bosque. Yo tendría unos 7 años y el muy gracioso me dijo que allí habían dinosaurios. Por la noche me quedé dormida en el sofá de la cabaña donde nos quedábamos y soñé que me alejaba de los árboles, porque yo sabía que allí estaban los bichos enormes que me querían comer. Lo peor de todo fue cuando me desperté en una cama al otro día y como no recordaba quién me había llevado hasta el cuarto empecé a llorar, porque estaba convencida de que había sido un dinosaurio. Si Freud se empataba conmigo en esa época, seguro se volvía loco.
De mayor soñé muchas veces con las cosas que me proponía hacer en el futuro. Por ejemplo, cuando iba a empezar en la Lenin, como nunca había ido me la imaginé. La escuela donde viviría era -en el sueño- un cuarto blanco e inmaculado, con dos camas de sábanas también blancas y gente silenciosa que miraba a otra parte. Nada que ver, por suerte.
Ni hablar de cuando estoy enamorada. La mitad de las veces sueño con la persona que me gusta. De hecho, creo firmemente que alguien me gusta de verdad cuando empiezo a soñar con él. Lo malo es cuando tengo sueños donde peleamos: normalmente me despierto brava con el supuesto amado, y necesito varias horas para convencerme de que no se portó mal realmente, sino que mi subconciente me jugó una mala pasada.
También, como casi todo el mundo, he soñado que vuelo. Para mi volar es como nadar pero sin falta de aire. Me muevo separada del suelo como un pez que flota. Todas las veces que he volado ha sido así, he necesitado impulsarme con manos y pies. Es posible que también sea por eso que me despierto tan cansada.
Los peores sueños de adulta (si se le puede decir adulta a una persona de 23 años) son los que me crean angustia. ¿Saben? Ese sueño en que uno espera algo desagradable que va a pasar. O esos sueños donde te persiguen para herirte y nunca te puedes esconder, porque el malvado siempre te encuentra. Y los peores sueños: donde intentas gritar y te quedas sin voz. Esos son terribles.
Aún así, y a pesar de mis traumas, siempre he tenido buenas relaciones con mis sueños. Cada vez que recuerdo alguno, lo hago con alegría, porque me hace sentir como una persona de buena memoria. De hecho, ejercito mi mente cada mañana tratando de recordar que soñé o comunicándoselo desesperadamente al primer ser vivo que me encuentre: “anoche soñé que…”, ya saben, para luego recordarlos también con la memoria auditiva de mi voz contándolos. (¿se entiende?).
Porque mis sueños son míos, me pertenecen y me dan autoridad para contarlos, para reinventarlos, para recordarlos. Y aunque ya ni me acuerde, porque en realidad no tengo tan buena memoria, cada sueño que he tenido alguna vez ha engrosado la lista de cosas locas que he contado a otros, aunque no me lo pidan. Porque yo SIEMPRE cuento cada sueño, y así será PARA SIEMPRE. 🙂
(Excepto el sueño de anoche. Ese no lo voy a contar NUNCA)