La conocí el día de la fiesta de los CDR del año en que yo estaba en sexto grado. Me dijo: “Hola, qué pelo tan bonito tienes” y la odié, porque odio mi pelo y pensé que se burlaba de mí.
Un año después, cuando comencé en séptimo me tocó el timbre de la casa, mientras yo dormía en el sofá. Esta vez, me vino a pedir agua: “Soy yo, Grettel, estoy en tu grupo, vivo al doblar, ¿te acuerdas de mí en la fiesta de los CDR?”. Yo, cariñosamente, le contesté: “Si vives al doblar, ¿POR QUÉ VIENES A PEDIR AGUA AQUÍ?” (recuerden que estaba dormida, y que era adolescente).
Ella no se molestó, al contrario, se rió ampliamente, y me preguntó: “¿Cómo se llama tu mamá? para pedirle el agua a ella.”. “Susana” -pensé- “Zoila”-dije.
Y ahí cometí el error más grande de toda mi vida, porque yo no la conocía, no sabía, como ahora lo sé, lo distraidísima que podía llegar a ser Grettel. En fin: no me imaginaba que, para toda la vida le diría así, y, no solo Grettel, sino todos los de una generación entera de personas que me conocieron durante la secundaria y que empezaron a decirle Zoila a mi madre, sin comprender su mala cara, sin entender que ella no era del tipo del que le gustan los chistes, sin saber, siquiera, cuál era el chiste. Para ellos no era Susana. Grettel, que casi vivía en mi casa, les dijo que se llamaba Zoila.
Toda la secundaria vivimos pegadas una a la otra. Grettel y yo éramos una, lo que es chistoso, porque no nos parecemos en nada, ni físicamente, ni en comportamiento, ni en criterio de hombres… Ella es alta, de pelo lacio negro, pinchadora, distraída, y bailadora; yo casi enana, con mucho pelo, conflictiva y patona. Ella ama a los gatos, a la música y a las brujas. Yo soy más de perros, de libros y princesas. Ella quería un mangón. Yo, un genio.
Juntas cumplimos todos nuestros sueños, conquistamos a los que nos propusimos, (y a los que no, los olvidamos sin problemas), aprobamos las pruebas sin estudiar, comimos helados y durofríos, compartimos almuerzos y rosquitas, nos reímos como tontas de todo y planificamos una vida en la que, de viejitas, no nos faltaríamos.
Cuando fui a la Lenin y ella se quedó en el Mella, seguimos viéndonos los fines de semana, y más días, porque hacía las guardias conmigo de vez en cuando, colada en la escuela, tan guarosa siempre que me presentaba amistades (en un lugar donde yo estaba a tiempo completo y ella había acabado de llegar).
En algún momento se enamoró la Grettulina de un menorcito cualquiera, uno que ni siquiera bailaba, uno más de los que se prendaba una semana o dos, y a los que luego no les daba ni un beso, dejándolos siempre locos de deseos. Pero de este se enganchó de tal manera que aún sigue ahí, que no recuerdo ya si estuvieron separados alguna vez, que se casaron y tienen un hijo. Se enganchó mucho, vamos.
Hoy se cumplen 12 años de que la conocí. Ya no nos vemos casi, aunque ella viva al doblar, aunque sigamos siendo una, aunque tengamos deseos de sentarnos a reir por gusto. Su bebé tiene cinco meses y lo he visto una sola vez. Trabajo y ocupaciones, digo yo. Excusas, pienso.
Me llegó el mensaje tarde anoche: “Gracias a los CDR por conocerte, eres mi mejor amiga, aunque no nos veamos seguido, siempre serás mi confidente y mi refugio, mi hermanita mayor. Te quiero, Saimi.”
Ya sé que muchas cosas han cambiado. Pero esta no: sigo celebrando nuestro aniversario, porque Grettel sigue siendo mi mejor amiga, mi confidente y mi refugio; mi Pumba, a la que yo, Timón, le robo las palabras.
No voy al doblar, pero sé que está ahí, que en cualquier momento tocará el timbre mientras duermo la tarde. Sin saber eso, no podría vivir.