Yo tengo un lugar preferido, como todo el mundo. Lo que pasa es que a mi lugar preferido no lo conocen muchas personas, solo sus cientos de habitantes y algunos inquilinos de los pueblos cercanos.
Dice mi hermana que salió de un cuento. Digo yo que es un lugar inventado, que me imagino cuando no estoy allí, y que visito cuando no estoy en el mundo real. Dice mi tía que deje la locura y que no le falte el respeto diciéndole que su pueblo no existe.
Y es que yo he estado en sitio lindos, en sitios abundantes, en sitios felices, pero nunca, nunca, he amado tanto un lugar como amo a Ceiba del Agua.
Yo no nací allí, pero mi padre si.
Las pocas veces que fui de niña me resultaron incómodas y aburridas. Mi tía era buena y cariñosa, pero mis primas la celeban todo el tiempo, ella era su mamá, yo no tenía derecho a arrebatárselas. Mi abuela era gorda, con gatos y perros alrededor, sin notarme mucho, según me parecía. Mi tío era un tío lindo y joven del que presumir. Había siete calles, una hilera de cítricos, una discoteca sin techo y… nada más.
Cuando tenía como doce años y empecé a entrar en la adolescencia, descubrí de pronto el encanto de tener primas de la misma edad. Ellas me entendían, me querían presentar a sus amigas porque yo era la prima de La Habana, y lo mejor: tenían amigos de la misma edad.
En Ceiba di mi primer beso: un piquito insignificante en una fiesta de Quince. Allí Jessica puso marbelline en mis ojos por primera vez, y allí quise volver cada vez más seguido.
Un día aprendí a ir sola, y con mi mochila caminé más de la cuenta por miedo a elegir mal la botella o a coger la guagua o el camión equivocados. La experiencia me encantó: yo no llegué cansada, todo lo contrario: me esperaba un sábado de disco, a mí, la niña que nunca aprendió a bailar bien.
Entre vacaciones, y fines de semanas descubrí el amor en Ceiba. Fue allí donde sentí por primera vez a las molestas mariposas que no me abandonaron por años y que tenían un único nombre problemático. Fue allí donde me desenamoré también, cansada de esperar algo más, algo tan importante que ya no importa.
Hay tanta gente querida reunida en un pueblo de siete calles, que me cuesta creer en la vida sin Ceiba, en mi vida sin Ceiba. Desandando la calle central del pueblito que no existe descubro con asombro que conozco a todo el mundo. Puedo recordar al menos una persona por cada casa, puedo establecer relaciones afectivas entre ellos; puedo, incluso, armarme de una lista de amigos y enemigos en Ceiba. Y nunca he vivido allí. (No por falta de deseos)
Para mí es lo mismo amar a Ceiba que amar en Ceiba, porque yo amo a Ceiba por todo lo que me dió. Y por todo lo que me quitó.
No importa que tan lejos esté, siempre puedo regresar a las madrugadas de hablar y hablar, a las comidas a deshora, a la bulla y la alegría, a los problemas insignificantes, a los vendedores que te llaman por tu nombre, al caminito del cítrico, al fútbol del parque, a los amigos que me dicen Saimurri, a los sillones viejos, a los juegos de carta… a Ceiba. Y esa es la definición de felicidad para mí.